Habíamos aterrizado con un vetusto helicóptero ruso, en las afueras de
Sama Gaon.
Estábamos listos para comenzar la expedición al Manaslu (8.163 m).
Sama Gaon era, y supongo que seguirá siendo, una diminuta aldea compuesta
por humildes casas de tallos y adobe, aledaña a un velado monasterio budista.
Es una aldea está situada en la frontera entre Nepal y Tibet; a siete
días andando, lo que viene a ser una semana, de la carretera más próxima.
Un punto estratégico de paso entre Nepal y Tibet para pastores con sus
manadas de Yacs u ovejas, mercaderes y contrabandistas.
En las afueras de la aldea, en un prado raso, verde y sin árboles,
establecimos el campamento para pasar un par de días aclimatando (estamos a
algo más de tres mil metros), y además oportunamente, convenir y contratar a
porteadores locales para acarrear todo nuestro material y víveres hasta el
campo base mil metros montaña arriba.
Al poco, el primero en acercarse a curiosear y visitarnos, es un sonriente
aldeano de desaliñada indumentaria, que por su fisonomía sufre algún tipo de enanismo.
Braceando y por medio de gestos, nos hace entender sus enormes ganas de volar
en helicóptero como nosotros acabábamos de hacer.
Al rato se presentó con su característica vestidura color rojo y curry
un joven lama. Era el lama que regentaba el pequeño monasterio de SamaGaon y
hablaba perfectamente inglés.
Así que con él pudimos conversar y pactar que hiciera de intermediario,
para comunicar a los lugareños nuestro propósito de emplear braceros para
ayudarnos a cargar y transportar el material hasta el campo base.
La verdad es que están acostumbrados, y expediciones como esta significa
para ellos una de las mejores formas de sacar un buen dinero extra por familia
para pasar el año.
No tardaron mucho en informar en la aldea de nuestra llegada, de nuestro
propósito, y también que nuestra expedición contaba con médico; Jesús Torres
(Tatin). En un lugar como este, que llegue un médico caído del cielo
“literalmente” es una bendición.
A la mañana siguiente, nuestro campamento se convirtió ocasionalmente en
un ambulatorio.
Los lugareños guardaban cola, y con la ayuda del joven Lama que hacía
de interprete, uno a uno, intentaban exponer sus dolencias y sintomatología
para que Tatin pudiera diagnosticarlos.
La gran mayoría era con cualquier pretexto trivial o insignificante, y
como a si les acabaran de regalar un caramelo, se iban tan contentos con su
paracetamol. A caballo regalado...
Otros verdaderamente tenían alguna enfermedad, y hubo algunos casos
sorprendentes, como el de una anciana a la que fuimos a visitar hasta el
poblado al no poder moverse.
Se hallaba en una centenaria cabaña, ennegrecida de humo, tendida sobre
unas alfombras y tapada con mantas.

Jesús, tras oscultarla solo pudo determinar que padecía un tumor muy
avanzado; terminal.
Decidió administrarle morfina para que lo soportara, con la promesa de
bajar desde el campo base días más tarde a visitarla y si era necesario repetir
esa inyección de morfina.
Días más tarde cumplió su promesa, pero esta ya había fallecido.
Me sobrecogió y admiró la tranquilidad y sosiego de su familia
asumiendo el final, la venidera muerte de la anciana matriarca.
Tan solo querían que no sufriera en su lecho de muerte, rodeada de sus
seres queridos.
Asimismo, al día siguiente, se acercó a nuestro campamento un hombre que
por el curtido de piel aparentaba seguramente más edad de la que realmente
tenia. Tenía un ojo visiblemente muy hinchado. Tatin lo examino, y tras varias
conversaciones a tres bandas con traducción simultaneas de inglés a Nepali, le
dio unos simples calmantes.
Yo, sorprendido le pregunté, y Tatin me explico:
Golpeando unas piedras, le había saltado un pedacito de una al ojo, y
lo lleva alojado en su interior.
Le había explicado que debería ir a una clínica a Khatmandu para
podérselo extraer, o perdería el ojo. Con los medios que yo dispongo aquí, le
recalcó, yo no puedo extraérsela, y sin embargo en una clínica es un
procedimiento muy sencillo.
- ¿Y qué te ha dicho? Le pregunté inquieto.
- Me ha contestado que el ojo le da igual, que tiene otro. Lo único
que desea es que le dé algo para calmar el dolor...
No voy a hacer ninguna reflexión a estas anécdotas. Que cada cual haga
la suyas, y si quiere la comparta.
Yo jamás he olvidado a aquella familia y su civilizada y disciplinada
aceptación de la muerte como algo tan “natural”, ni a aquel hombre de aspecto
viejuno al que no le importaba perder un ojo, porque le quedaba otro. Humildes
lecciones de vida.
La vida en sitios como Nepal o Tibet es muy dura. Las zonas rurales
son realmente pobres y en continua lucha contra una precoz mortalidad.
En el valle de Katmandú sólo hay tres médicos para cada 100.000
habitantes, y solamente uno por cada cien mil fuera del valle. Uno de cada
cinco niños muere durante sus primeras semanas de vida, y 35 de cada 1.000
entre los primeros cuatro años.
Por todo eso, por la extrema dureza de sus vidas, los nepalíes son muy
solidarios, disfrutan de lo poco que tienen y no dudan en compartirlo.