miércoles, 31 de diciembre de 2025

ADIOS 2025.

Termina 2025. Este año, en esencia, ha sido para mí un profundo ejercicio de reafirmación. Comenzó
como suelen hacerlo las grandes epopeyas; bajo la apariencia de un simple juego del destino. Irrumpieron en mi presente reencuentros improbables con figuras del pasado, y no como gesto de nostalgia, sino como un reflejo externo de algo que ya estaba ocurriendo en mí. No regresaron para anclarme a lo que un día fui, sino para recordarme el propósito del camino recorrido hasta aquí. Y desde ese umbral, el año se desplegó ante mí como una activa y exigente forma de ese antiguo mandato que indica: “conócete a ti mismo”. Algo que nunca he resuelto con la contemplación, sino con la acción. Y como resultado natural de mi ética y disciplina diaria apareció el empoderamiento: el deporte, el dibujo, la escritura; la suma de pequeñas decisiones conscientes y honestas, y el intento humilde, pero constante, de superar la versión de mí mismo del día anterior.

Entonces, en el núcleo de todo este proceso se afirmó la verdad más esencial de mi vida: el vínculo con mi hija. A su lado he comprendido que acompañar y educar es, al mismo tiempo, aprender. Que crecer juntos es una de las formas más puras, profundas y existenciales del amor. En su mirada encuentro no solo responsabilidad, sino sentido a todo.

Y en medio de todo esto, tuvo lugar la reconciliación más importante: el perdón al pasado. Hace muchos años, un cura escolapio le dijo a mi madre que yo tenía “muchos pájaros en la cabeza”. Y tenía razón. Este año, por fin, he hecho las paces con ese niño interior lleno de pájaros. Lo he abrazado como la fuente de mi creatividad, de mi impulso aventurero y de mi mirada rebelde sobre el mundo. He comprendido que aquello no era un defecto, sino mi principal atributo.

Septiembre trajo consigo un nuevo hito: el Kilimanjaro. Volví doce años después, y la montaña (inmutable) me reveló una sencilla y definitiva verdad: ella era la misma, pero yo no. No era mejor ni peor. Era distinto. Libre de la necesidad de demostrar nada, más consciente de mis límites y profundamente agradecido. La ascensión además adquirió una dimensión aún más trascendente: la de la fraternidad. Acompañar a más de veinte amigos, entre ellos mi hermano, transformó la experiencia en un acto colectivo y muy especial.

La mayor satisfacción, ser testigo del instante exacto en que cada uno descubrió que era capaz de algo que su propia mente le había negado. Compartir ese esfuerzo y esa afirmación de voluntad con mi círculo más íntimo, no solo fortaleció nuestros lazos, sino que elevó mi vivencia a la categoría de legado emocional. Confirmé entonces que los grandes desafíos no cambian: somos nosotros quienes regresamos a ellos con una mirada transformada, y con una conciencia más amplia.

Este año también me enseñó a reafirmar lo que me gusta y lo que deseo, a sostenerlo con claridad y sin pedir disculpas. Pero, aún más importante, aprendí a decir no: a reconocer con honestidad lo que o quien no quiero, no me pertenece o no resuena conmigo. Que poner límites no es un rechazo, sino un profundo acto de fidelidad hacia mí mismo.

No ha sido un año perfecto (la perfección es una quimera), pero sí un año pleno. Un ciclo de reencuentros, crecimiento, vínculos inquebrantables y profundas certezas. Un año que no necesito idealizar, porque su valor reside precisamente en su realidad y su verdad.

Feliz año 2026.



















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