jueves, 9 de marzo de 2017

SCOUTS EN BARBASTRO




El pasado sábado el nuevo grupo Scout Pyrene de Barbastro  organizó una cena con el objetivo de confraternizar con los antiguos miembros de los grupos Scouts de nuestra ciudad ya desaparecidos, y de paso mediante unas rifas, recaudar algo de dinero para la compra de material de campamento.
Nos reunimos gente de tres diferentes etapas Scouts en Barbastro.
Tres diferentes troncos con una misma raíz. Y esa raíz se sintió en el animado y distendido ambiente de la velada.
Evidentemente faltó gente de la primera época de los exploradores, que por longevidad ya nos han dejado, puesto que se fundaron en 1918,  perdurando hasta la guerra civil. No obstante estuvieron muy presentes por medio de un entrañable audiovisual realizado con fotografiás cedidas por sus descendientes. 
Después el movimiento resurgió en Barbastro (1967-1996). Fue la época del Grupo Scout Calasanz al que yo pertenecí; y por último el grupo Scout san José desde mas o menos 1994  a 2002.
Ahora, desde hace un par de años, han retomado esta insigne y magnífica asociación juvenil un grupo de jóvenes y voluntariosos monitores integrando el grupo Scout Pyrene.
La velada estuvo repleta de reencuentros, alegrías y menciones a viejas anécdotas. Fue tan bien, que se determinó arraigarla celebrándola anualmente.
Que alegría que se impulsen y renueven asociaciones juveniles de este tipo. A muchas generaciones nos marcaron. Son agrupaciones juveniles que fomentan las actividades de grupo y en la naturaleza.
Que estimulan en los niños la virtud de compartir,  y les produce la responsabilidad acrecentando su reciprocidad, afecto, respeto, espíritu de superación y ganas de progresar.
Enhorabuena a esta nueva generaciones de Scouts en Barbastro en esta nueva etapa. Les deseo lo mejor.
Este entrañable encuentro me rememoró un post que escribí hace unos años donde me acordaba de aquellos maravillosos campamentos de nuestra niñez que tanto nos marcaron: 



MEMORIAS DE CAMPAMENTO



Si pensamos en los veranos de nuestra infancia, probablemente a muchos nos surjan recuerdos de los “campamentos de verano”. 
En mi caso, durante mi infancia pertenecí muchos años al grupo Scout de Barbastro.
Hoy sé, que allí, sin querer, sin darme ni cuenta, se forjaron muchos de los valores que después me han aleccionado durante toda mi vida: Trabajo, compañerismo, amistad, lealtad, imaginación, ilusión, arrojo, voluntad y naturaleza, sobre todo naturaleza.
Con este grupo se sucedieron mis  primeras excursiones por el monte con mochila y amigos, y mis también primeros campamentos.
Más tarde, cuando he pasado casi un mes en algún campo base o viaje de aventura, cuando montaba mi tienda de campaña y me tumbaba por las noches sobre la esterilla dentro del saco, permanentemente evocaba en mi memoria esos campamentos, esas enseñanzas.
Porque si, eran campamentos artesanales, bohemios, intrépidos, y por tanto algo arriesgados y azarosos, pero muy partícipes y provechosos.
Eran temerarios si, pero como cualquier actividad de las que hacíamos los niños de aquellas generaciones. Era lo que había. Entre comillas, “nos sentíamos con alma para y por la aventura”. 
Han cambiado los tiempos, los valores, y muy probablemente, (por esa avidez proteccionista que hoy en día se nos manifiesta para con nuestros hijos), muchos de los que nos recreamos, aprendimos, y ahora añoramos aquellos campamentos de finales de los 70, y los 80, hoy no dejarían o dejaríamos ir a nuestros hijos a un campamento de similares características....
¿Relatos? Miles, ¿Experiencias? Cientos.
Particularmente yo, allí aprendí muchas cosas de esas que marcan, que me imprimieron carácter; y fueron mis raíces en todo lo que me gusta: Excursionismo, alpinismo, barranquismo, escalada, etc, etc, etc.
Por ejemplo, allí aprendí a hacer rápel; Eso sí, rápel de finales de los 70 ¡claro!...
El equipaje consistía en pantalones y jerséis gruesos y añejos, para poder soportar el roce de la cuerda “de cañamo” sin hacerte rozaduras por el hombro y la entrepierna.
Sé rapelaba como vulgarmente se decía, “a pelo”. Con la cuerda atada a algún árbol y después pasada por tu entrepierna, por la espalda hasta tu hombro,  y de allí bajando por tu pecho hasta la mano que servia de freno. Seguridad, he de decir que “ninguna”.
Pero no murió nadie... 
Capítulo aparte son las tirolinas.
Eran igualmente rurales. Primero se buscaba una depresión de terreno, con un árbol arriba y otro perpendicular con desnivel en un plano inferior, y se unían con una cuerda, repito “de cáñamo”, atada a media altura alrededor de sus troncos lo más tirante posible.
Como arnés, otra cuerda de cáñamo de menor diámetro formando una baga, (anillo fabricado anudando los dos extremos entre si).
Esta baga pasada hábilmente por la entrepierna y la cintura formando tres anillos sujetos con un viejo mosquetón de acero de peso indeterminado a la altura de tu pecho. Después este mosquetón con el paquete (tú), pasado por la cuerda tirante, serviría de  polea.
Objetivo: Suspendido por la cuerda, lanzarte desde el árbol A, y alcanzar el árbol B, sin descalabrarse contra él.
Imaginar cómo llegaba abajo el mosquetón de acero por el efecto de la fricción con la estriada cuerda.... Como dicen en mi tierra, “rusiente” o, “al rojo vivo”.
Y si al llegar abajo, por acto reflejo e inconsciente pretendías inmediatamente desconectar el mosquetón sin guantes, se quedaba adherido a tu mano abrasándotela, y causándote quemaduras de primer grado...
Otra cuestión era el aterrizaje. Frenar y  parar.
Para ello había dos sofisticados sistemas de frenado. Al principio, nunca se les ocurrió utilizar una segunda cuerda de seguridad con la que poder ir aminorando la velocidad y frenar... ¿por qué?
Porque si no hubieras bajado a toda ost...castaña, el arqueo de la cuerda hubiera hecho que te quedaras parado y suspendido a mitad de recorrido a muchos metros del suelo.
Así que, “¡A tumba abierta!”.
El primer sistema de frenado, dependía de aterrizar en algún camino de tierra mas o menos plano, donde, cuando de frente fueras perdiendo altura, y alcanzaras el suelo, fueras derrapando con tus pies, perdieras velocidad, y finalmente frenaras (Freno de pie). Este sistema estaba supeditado a una buena instalación, a tu habilidad, y a tu peso; mayor peso, mayor arqueo de la cuerda, y por tanto antes alcanzarías el suelo, obteniendo ventajosamente mas terreno o pista de aterrizaje para poder frenar antes de estamparte contra el árbol B; y por el contrario, si pesabas poco, tu contacto con el suelo era ya muy cerca del árbol B...
Cuando la cosa se sofistico, el sistema de frenado era otro mosquetón de acero pasado por la cuerda por donde te deslizabas, y este atado con otra cuerda a otro árbol “C”, unos tres metros antes del árbol B.
Cuando el mosquetón con el que te deslizabas, colisionaba con este segundo mosquetón asegurado fuertemente a un árbol, dependiendo de tu velocidad, el frenazo era tan brusco que podías dar varias vueltas de campana alrededor de la cuerda como el aspa de  un ventilador (freno HayVaEse). Te podías estrangular hecho un ovillo con la baga, pero no te estampabas contra el tronco del árbol B.... 
Tampoco murió nadie.
Al tiempo la cosa progresó, y en algunos casos, si la pendiente era desmedida, se ponía una cuerda de seguridad para irte frenando desde la salida.... ¡Que gallinas! Jajaja.
Además de estos rústicos aprendizajes de arcaico alpinismo, en los campamentos construíamos artesanalmente absolutamente todo:
Desde la cocina y los comedores, a una badina con sacos terreros para bañarnos en el río, o el foso para las letrinas...
Las letrinas fue otra de las cosas que nos curtieron de por vida como la piel de un mamut prehistórico, y que después, al menos yo, jamás he olvidado.
Primero, por esas rivalidades a pico y pala, haciendo en el suelo la trinchera  mas profunda posible; Después, por el estómago que hacia falta para su uso.
Imaginar una largo foso cavado en la tierra; Sobre el un bastidor de madera separado a modo de tres compartimientos o divisiones, y para independizar y tapar estos compartimentos, un rígido plástico de color “negro muerte” forrando todas sus caras.
Eso sí, dentro de cada cabina, había dos tablas paralelas, y entre ellas hueco suficiente para clavar una tapa de bater de plástico para sentarse. Un civilizado detalle...
Imaginar cuando habían pasado unos cinco días de un campamento de doscientas personas, todas sus deposiciones reunidas en este foso mezcladas con tierra y “Zotal” (un poderoso desinfectante con un olor inolvidable, que se empleaba sobre todo para la desinfección de los gallineros y conejares)...
Imaginar ese maloliente foso semi lleno de evacuaciones movedizas (se movían), y moscas gordas de dilatados ojos color esmeralda, y patas velludas, bajo esas lonas brunas a cuarenta grados en pleno agosto... 
Esto, “o te mata, o te hace más fuerte”. Te curte si o si.
Años después, cuando comencé mis viajes de aventura y escalada, y tuve la suerte de viajar a lugares como Nepal, Pakistán, India, Tibet, Kazajistan, Marruecos, el Amazonas Brasileño, o el año pasado a Tanzania, gracias a este dogma que recibí de pequeño, nunca me han impresionado ni mucho menos asqueado las letrinas o aseos que me he encontrado en cualquier parte del mundo, ni ninguno de los olores de los suburbios mas desdichados de los mismos.
Llevábamos machetes en bandolera de mucho mas de tres dedos de filo, y jugábamos a lanzarlo y clavarlo a máximo un palmo del pie de tu contrincante; Dormíamos en vivacs que fabricábamos con sierras, hachas, clavos, cuerdas y alambres; Hacíamos supervivencia, aunque muchas veces consistía en inspeccionar los huertos de los pueblos contiguos, o asaltar con nocturnidad la carpa de intendencia del propio campamento.
Escalamos nuestras primeras montañas, (Gallinero, Cregüena, Aneto o Poset) con botas Chirucas engrasadas para impermeabilizarlas, usando como polainas bolsas de basura, y como piolets bordones de boj o avellano; Realizábamos talleres de nudos, o te detallaban y después ejercitabas como hacer una hoguera, etc, etc.
Mas allá de todas estas pícaras y socarronas descripciones, hablando en serio, allí aprendí, aprendimos, a trabajar en equipo, a desarrollaron nuestra independencia, y el sentido de responsabilidad y la autonomía.
Con todos esos juegos y actividades que entonces nos parecían simplemente divertidas, sin querer, aprendíamos más de lo que aparentemente nos figurábamos.
Pero sobre todas las cosas, allí fomentaron en nosotros la 'cultura del placer', entendiendo este concepto, como hacer las cosas por el simple hecho de pasarlo bien, ser felices y disfrutar.
A mí, todo esto “me marcó para siempre”, en muy buen sentido.
 ¡Gracias!

"Vive como si fueras a morir mañana. Aprende como si fueras a vivir siempre." (Gandhi)

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